Monday, July 21, 2008

Lo que propiamente debiera haberme apartado

G.K. Chesterton





Beasconsfield; sobresaliente como periodista, poeta, político, filósofo, orador y autor de importantes obras. En 1922 se convirtió al Catolicismo, siendo desde entonces celoso defensor de la fe católica y de la ortodoxia cristiana. Ya en 1908 había publicado su "Orthodoxy", apología en prosa de la fe católica y, en 1910, la novela simbólica "The Ball and the Cross" (La esfera y la cruz). Chesterton es enemigo tan acérrimo del capitalismo como del socialismo. A causa de sus destacados méritos, el Papa Pío XI lo elevó, en mayo de 1934, al cumplir los sesenta años, a la dignidad de noble de la iglesia, confiriéndole la Orden de San Gregorio. Poco después de su conversión, fundó el movimiento distributista, secundado por su amigo el escritor Hilario Relloc. Para fomentarlo, creó el semanario "G. K's Weekly", colaborando en él una selección de jóvenes intelectuales católicos. Fue eterno contrincante de Bernard Shaw, cuya amistad, sin embargo, cultivaba en privado. En 1909 escribió una de las mejores biografías sobre él. Escribió también la del poeta Browning - una de sus obras maestras - y las de Chaucer, Stevenson, Coblelt, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino. Dos meses antes de morir había terminado la suya propia. Sus libros de poemas son numerosísimos. Sus dos novelas más famosas, "El hombre que fue Jueves" y "El padre Brown" están traducidas al castellano, como también' "La esfera y la cruz". Igualmente se han traducido su "Ortodoxia" y algunos poemas, entre ellos "Lepanto". Viajó por Italia, Irlanda y América, escribiendo sobre las impresiones recibidos en cada uno de estos países. Consagró toda su vida a la literatura, dedicándose a ella por completo desde los veinte años. Antes había estudiado dibujo. Por parte de su madre, tenía sangre francesa. Se casó a los veinticinco años, sin tener descendencia. Murió en 1936.



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AUNQUE hace sólo unos años que soy católico, entiendo que la pregunta: "¿por qué soy católico?", es completamente diversa de esta otra: "¿por qué me hice católico?". Siempre hay más razones, que sólo se manifiestan una vez que el primer motivo ha impulsado a la ejecución. Tan numerosas son y tan diversas, que, en definitiva, el motivo original puede quedar oscurecido por ellas y reducido a un plano secundario. Lo mismo en el sentido real que en el ritual, puede la "confirmación", (es decir robustecimiento, fortalecimiento), seguir a la conversión. Los argumentos para este caso particular son incontables, hasta el punto de que el convertido no puede asegurar mas tarde en qué orden aparecieron. Pero la mayoría se reducen fácilmente a uno solo. Hay agnósticos aficionados al arte que, frecuentemente examinan, como cosa de mucha importancia, cuál es lo antiguo de una catedral y cuál lo que ha sido renovado, mientras que el católico observa, sobre todo, si ha sido renovado de tal suerte que pueda seguir utilizándose como catedral. A una catedral se asemeja todo el edificio de mi fe -demasiado grande para una descripción minuciosa; más aún: hasta me cuesta trabajo determinar la edad de los diferentes sillares-. Pero creo poder asegurar que lo primero en atraerme al catolicismo fue, en realidad, lo que debía haberme apartado de él. Más de un católico debe, a mi juicio, sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del difunto Sr. Kensit (1).

Recuerdo especialmente dos casos en que las inculpaciones de dos autores serios hicieron que me pareciera deseable precisamente lo condenado.

En el primero, mencionaban, según creo, Horton y Hooking, con temblor y estremecimiento, una espantosa blasfemia que habían encontrado en un místico católico hablando de la Santísima Virgen: "Todas las demás criaturas lo deben todo a Dios, pero a ella Dios mismo tiene que estarle agradecido". Yo, por el contrario, me estremecí como si oyera un trompetazo y dije casi en alta voz: "¡ Qué magnífico es esto!". Me pareció como si el milagro de la encarnación, entendiendo bien al místico, apenas pudiera expresarse mejor ni más claramente.

En el segundo caso, uno del "Daily News" (yo mismo era también entonces uno del "Daily News"), hacía notar, como típico ejemplo del vacío formulismo en el servicio divino católico, el hecho de que un obispo francés hubiera dicho a unos soldados y trabajadores, los cuales sólo muertos de fatiga podían acudir temprano a la iglesia, que Dios se contentaba con su presencia corporal y les perdonaría su cansancio y sus distracciones. Y entonces volví a decirme: "¡ Qué buen sentido tienen estas gentes! Si uno caminara cien leguas para darme una prueba de afecto, se lo estimaría ciertamente mucho, aunque luego se durmiera en mi presencia."

Así podría enumerar aún otros ejemplos de esta primera época, en que los primeros movimientos de mi fe católica, débiles todavía, fueron alimentados, prácticamente, sólo por escritos anticatólicos. Sobre lo que siguió a estos primeros movimientos no tengo la menor duda. Es una deuda que yo he reconocido tanto más cuanto mayores han sido mis deseos de saldarla. Ya antes de haber conocido a las dos eminentes personalidades a quienes tanto debo en este sentido: Rev. John O'Connor, de Bradford, y Mr. Hilario Belloc, había comenzado a avanzar en esta dirección, y esto bajo el influjo de mi habitual liberalismo político, incluso dentro del reducto del "Daily News".

Este primer impulso lo debo, después de Dios, a la historia y a la actitud del pueblo irlandés. Sin embargo, no hay en mí una gota de sangre irlandesa; sólo dos veces estuve en Irlanda y no tengo intereses en aquel país ni estoy influenciado por su ideología. Pero comprendí muy pronto que la cuestión irlandesa mantenía compacto el sistema de partidos únicamente porque en el fondo era una realidad religiosa; y por ser ésta un hecho, me concentré totalmente en esta parte de la política liberal. Allí vi, cada vez más claramente -aleccionado por la historia y por mi propia experiencia-, cómo, por motivos inexplicables, un pueblo cristiano había sido perseguido durante largo tiempo y sigue siendo odiado todavía; hasta que, de pronto, comprendí que tenía que ser sencillamente porque éstos eran cristianos tan decididos y molestos como aquellos que en otros tiempos eran arrojados a los leones bajo el dominio de Nerón.

De esta mi explicación personal se pueden deducir fácilmente los motivos de que yo sea católico, los cuales desde entonces se hicieron cada vez más poderosos. Podría describir ahora cómo fui conociendo, cada día mejor, que todos los grandes imperios que se separaron de Roma consiguieron precisamente lo mismo que consiguen siempre todos los hombres que desprecian las leyes y la naturaleza: fáciles éxitos del momento; pero, en seguida, una sensación como de haber caído en una trampa, de estar en una mala situación, de la que no pueden librarse por sí mismos. En Prusia no hay posibilidad alguna para un prusianismo, como tampoco en Manchester para un individualismo manchesteriano.

Todos saben que el viejo país labriego, cuyas raíces se hunden aún en la fe de sus mayores, tiene a la vista un futuro amplio o, por lo menos, uno más sencillo e inmediato. Semejante método autobiográfico sería más fácil en sí, pero, al mismo tiempo, egoísta en sumo grado. Y, no obstante, me causa reparo elegir el otro método para exponer brevemente, pero de una manera completa, el contenido esencial de mi persuasión: no por falta de materia, sino a causa de la dificultad de elegir la más apropiada. Sin embargo, intentemos señalar aquí uno o dos puntos que me impresionaron especialmente.

Hay por el mundo mil especies de misticismo capaces de volver loco a un hombre; pero sólo hay una que lo pone en estado normal. Bien seguro es que la Humanidad no puede resistir largo tiempo sin mística. Hasta los primitivos y agudos sonidos de la helada voz de Voltaire encontraron eco en Cagliostro. En la época actual vuelven a extenderse entre nosotros la superstición y la credulidad con tan tremenda rapidez, que pronto estarán muy próximos el católico y el agnóstico. El católico será el único que tendrá derecho a llamarse racionalista. La misma danza de misterios se desató hacia el fin de la Roma pagana, a pesar de todos los "intermezzos" escépticos de un Lucrecio o de un Lucano.

El ser materialista no es natural ni produce tampoco una impresión natural. No es natural contentarse con la naturaleza. El hombre es místico. Nacido como místico, muere también, casi siempre, como místico, especialmente si es agnóstico. Pero, mientras que todas las sociedades humanas, más tarde o más temprano, sienten esta inclinación por las cosas extraordinarias, se ha de confesar que sólo una de esas sociedades tiene en cuenta las cosas de la vida corriente. Todas las demás dejan a un lado lo cotidiano y lo desprecian.

Un célebre escritor compuso en cierta ocasión una novela sobre la antinomia The Cloister and the Hearth (Claustro y hogar). Porque, en aquel tiempo, hace cincuenta años, podía creerse efectivamente en Inglaterra que había en esto antinomia. Pero hoy en día ha llegado a ser manifiesto que esta pretendida antinomia es casi una afinidad. Los que antes pedían a voz en grito la supresión de los conventos, pisotean hoy públicamente la familia. Este no es más que uno de los numerosos hechos que atestiguan esta verdad: que sólo en la religión católica los más altos y (si se quiere) más absurdos votos y profesiones son, sin embargo, en la vida corriente los amigos y protectores de las cosas buenas.

Muchos signos místicos han conmovido al mundo; sólo uno ha perdurado en él; el santo está junto al hombre corriente; el peregrino muestra amor a la familia; el monje defiende el matrimonio. Entre nosotros, lo mejor no es enemigo de lo bueno. Entre nosotros, lo mejor es el mejor amigo de lo bueno. Toda otra revelación visionaria degenera al fin en una u otra filosofía indigna del hombre, en simplificaciones perturbadoras, en pesimismo, en optimismo, en fatalismo, en nada, absolutamente en nada, en nonsens, en el absurdo.

Todas las religiones tienen algo de bueno en sí; pero lo bueno, la cosa misma, la humildad y amor y gratitud ardientes para con Dios, existentes de un modo efectivo, no se encuentran en ellas. Cuanto más profundamente las conocemos, cuanta más reverencia, incluso, sentimos ante ellas, con tanta más claridad vemos lo que digo. En lo más íntimo de ellas hay algo que no es el puro bien; existe allí, por el contrario, la duda metafísica acerca de la materia o la potente voz de la naturaleza o, en el mejor caso, temor ante la ley y ante el Señor.

Si estas cosas se exageran, surge una deformidad que llega hasta la adoración del demonio. Tales religiones sólo pueden soportarse mientras son pasivas. Mientras permanecen tranquilas, se las puede respetar, como al protestantismo victoriano. Pero el más ardiente entusiasmo por la Santísima Virgen o la más extraña imitación de San Francisco de Asís serán siempre, en su esencia más profunda, cosas meritorias y sanas; jamás negará nadie por ello su humanidad ni despreciará a su prójimo; lo que es bueno no podrá ser nunca demasiado bueno. Esta es una de las características que me parecen únicas y universales al mismo tiempo.

Sólo la Iglesia católica puede librar al hombre de la aniquiladora y denigrante esclavitud de ser un hijo de su tiempo. Bernard Shaw manifestaba recientemente el íntimo anhelo de que cada hombre viviera trescientos años en una época mejor. Esto caracteriza la manera y el modo en que los fabianos, según su expresión, sólo quieren reformas verdaderamente prácticas y objetivas. Esto es, por lo demás, muy fácil, pues yo estoy firmemente convencido de que si Bernard Shaw hubiera vivido los trescientos años últimos, hace tiempo que se hubiera convertido al catolicismo. Hubiera comprendido cómo el mundo se mueve en un círculo y lo poco que se puede fiar en su pretendido progreso. Hubiera visto después cómo la Iglesia ha sido sacrificada a una superstición bíblica y la Biblia a la superstición darwinista-anarquista, y hubiera sido el primero en luchar contra esto. Sea de ello lo que fuere, él desearía para cada hombre una experiencia de trescientos años. En oposición a todos los demás hombres, tiene el católico una experiencia de diecinueve siglos. Un hombre que se hace católico, alcanza súbitamente la edad de dos mil años. Expresado aún con mas exactitud, quiere decir: sólo entonces es cuando se desarrolla y llega a la plenitud de su humanidad. Juzga las cosas tal como mueven a la humanidad en las diversas naciones y épocas, no por las últimas noticias de los periódicos.

Ahora bien, si un hombre moderno dice que su religión es el espiritismo o el socialismo, demuestra que vive en el más reciente mundo de los partidos. El socialismo es una reacción contra el capitalismo, contra la insana acumulación de riqueza en nuestra propia nación. Completamente diversa sería una política, si se desarrollara en otra parte, por ejemplo, en Esparta o en el Tibet. El espiritismo no causaría tanta sensación, si no fuera una ardiente protesta contra el materialismo, por doquiera extendido. Nunca la verdadera o falsa creencia en los espíritus ha traído al mundo tan excitado como ahora. El espiritismo sería impotente, si lo suprasensible fuera universalmente reconocido. Después que toda una generación ha afirmado dogmática y definitivamente que no puede haber espíritus, se ha dejado asustar por un miserable espiritillo. Tales cosas son inventos de su época, puede decirse en su disculpa. La Iglesia católica ha demostrado hace mucho tiempo que ella no es un invento de su época. Es la obra de su Creador y, siendo ya vieja, se conserva tan vigorosa como en su primera juventud; y hasta sus enemigos, en lo más profundo de su alma, han renunciado a la esperanza de verla morir un día.

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1) El Sr. Kensit, pequeño librero de la City, conocido como fanático protestante, organizó en 1898 una banda que entraba sistemáticamente en las iglesias ritualistas y perturbaba el servicio divino. Murió en 1902 de heridas recibidas en una de estas irrupciones. La opinión pública se volvió pronto en contra del Sr. Kensit. Con el nombre de "Prensa Kensitita" se designan las peores hojas sectarias que atacan al catolicismo en Inglaterra, las cuales están desprovistas de todo sano juicio y de toda buena voluntad.

(Tomado de LAMPING, Severin, Hombres que vuelven a la Iglesia, E.P.E.S.A., Madrid, 1949).

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