Monday, July 21, 2008

Reclamando la tradición

Los Directores de Publicaciones IHS
[Introducción a la Serie “Perspectivas Distributistas” (Volumen I)]





En julio de 1934, el profesor de historia de la Universidad de Fordham, Ross J.S. Hoffman, escribió en la revista católica “The Sign”: “No es una circunstancia poco común que la gente hable y discuta mucho sobre algo sin molestarse por definir con precisión el tema.” Es desafortunado que las palabras del Dr. Hoffman se apliquen hoy a las discusiones entorno al Distributismo, y especialmente a aquellas discusiones que pretenden tratar con sus supuestas fallas, defectos y cargas inaceptables. Mucho de la confusión se alimenta del resbaloso hábito mental que los modernos han heredado del estado degradado de la actividad intelectual que caracteriza el Occidente post-renacentista, y al cual el Prof. Hoffman parcialmente se refiere. Otra fuente de confusión es la relativa ausencia de comprometidos defensores académicos del Distributismo que sean capaces de articular su enseñanza con una simpatía objetiva y aún real. En su lugar encontramos supuestos historiadores de las ideas cuyos prejuicios están inherentemente a favor de la modernidad y todos sus lugares comunes, tales como la casi adoración de la democracia liberal, el libre mercado y el industrialismo.

Lo que permite que esta triste situación continúe es la ausencia de acceso primario a las fuentes que permita a la defensa hablar por sí misma; que permita a los mismos distributistas explicar lo que los distributistas pensaban, creían y por lo que trabajaban. Más allá de unos pocos de los títulos más populares y alegres de Chesterton y Belloc que están disponibles –tales como “Lo que está mal en el mundo”, “El marco de la cordura” y “Un ensayo sobre la restauración de la propiedad”—que tratan sobre aspectos generales del ideal distributista, el enorme volumen de material, en forma de artículos, panfletos, conferencias, etc., que fue producido por los distributistas y sus partidarios durante los años de entre guerras es prácticamente inhallable aún para el más determinado desenterrador de archivos. Esta desaparición de materia prima deja la defensa y, con mayor frecuencia, la crítica del Distributismo en estudiosos de segundo nivel que sufren tanto de ignorancia sobre mucho de lo que fue escrito por los distributistas como, en forma más frecuente, de los preconceptos modernos que toman al mundo políticamente correcto del tercer milenio como algo dado y no pueden apreciar ni simpatizar con el combate llevado a cabo por los distributistas contra el modernismo, porque ya no ven ni con los ojos de la fe ni con los de la razón con la Filosofía de Santo Tomás. En una palabra, la mayoría de los estudiosos modernos que tratan la historia y la filosofía del Movimiento Distributista son liberales, en el sentido en que el liberalismo fue frecuentemente condenado por la Iglesia y refutado por los teólogos. Sin embargo, por defecto recae en estos estudiosos, animados por motivos puros o de otro tipo (en última instancia sólo Dios puede juzgar), el destilar el contenido del Distributismo para el lector moderno que, desacostumbrado al heroico acto de leer entre líneas, tiene pocas opciones más que tragar los prejuicios ideológicos en favor de la democracia liberal, el pluralismo y el indiferentismo religioso –todo disfrazado como progreso verdadero y reforma social auténtica—que se profieren contra simples hechos de la historia y la filosofía del Distributismo de la forma en que son tratados, tamizados por la propaganda modernista, por la mayoría de los modernos escritores sobre la cuestión distributista.

Si bien no es éste el lugar para ofrecer una refutación completa de los errores de la filosofía y la perspectiva que padecen la mayoría de los escritores modernos respecto al Distributismo, algunas tendencias podemos identificar con provecho. La primera es la franca hipocresía que caracteriza a las discusiones sobre el ideal distributista de la democracia liberal y los gobiernos autoritarios de la Europa de los ’20 y ’30. En un número reciente de una revista dedicada a todas las cosas chestertonianas, comentadores contemporáneos conocidos discuten la reacción del círculo distributista frente al llamado surgimiento del fascismo. Allí se sostenía que quienes, con Belloc, apoyaban la rebelión de Franco frente a los marxistas republicanos españoles se conducían en forma ideológica, reaccionaria, como cruzados e integristas, envueltos en un ataque odioso. Mientras tanto, los prejuicios ideológicos de la democracia parlamentaria, el liberalismo y el pluralismo de los escritores de estas críticas (junto a los prejuicios de quienes se opusieron a los católicos como Belloc que apoyaron a los nacionales de Franco, y que efectivamente abogaron por la neutralidad frente a la agresión comunista) no son admitidos como tales, sino presumidamente aceptados como posiciones neutrales y objetivas.

Ésta es una mentira obvia, con la hipocresía que conlleva el pretender que sólo (lo que pobremente, y con frecuencia en forma inapropiada, se llama) la Derecha está motivada por consideraciones ideológicas, se alimenta de una noción preconcebida –aunque apenas señalada—que los reformistas sociales genuinos han agitado, desde 1789, para la extensión y la expansión de la democracia y la codificación sociopolítica de los derechos liberales. A través de esta lente, el intento para reinterpretar a Chesterton como un gran demócrata que –más allá de simplemente bregar por que los hombres tengan la oportunidad de manejar sus propios asuntos, en la mejor tradición del orden social y político descentralizado y medieval—insiste en la penetración de la sociedad con reformas liberales y en el compromiso con el pluralismo indiferentista. Este Chesterton demócrata cristiano, sin embargo, guarda poca relación con el Chesterton histórico, del mismo modo que el pacifista y liberal Jesús de los modernistas guarda poca semejanza con el Jesús histórico que expulsó a los cambistas del Templo y declaró a los escribas y fariseos llenos de huesos de muertos. El plan oculto de estos modernos críticos se hace demasiado claro como un ejercicio de propaganda del ideal políticamente correcto de la sociedad moderna.

Si Chesterton y sus contemporáneos distributistas no hubiesen sido católicos, sino ingenieros sociales fabianos o utopistas marxistas, entonces el proyecto de convertirlos en políticamente correctos podría tener alguna posibilidad de éxito. Pero no. Como católicos, estaban comprometidos con un ideal particular de la sociedad dictado por una fe inmodificable a la que se adherían públicamente. Entre otras cosas, esa fe les enseñaba que

“...El advenimiento de la democracia universal no es preocupación para la acción de la Iglesia en el mundo; ...la Iglesia ha dejado siempre al cuidado de las naciones darse la forma de gobierno que consideran más apropiada a sus necesidades. ... Es un error y un peligro atar el catolicismo por principio con una forma de gobierno particular. Este error y este peligro son mayores cuando la religión está asociada a un tipo de democracia cuyas doctrinas son falsas.” (Papa San Pío X, Notre Charge Apostolique, n. 31, 1910.)

El pluralismo nunca fue por lo tanto un objetivo de los distributistas, porque en cuanto tomaban su fe como el fundamento de su movimiento, estaban obligados a divisar estructuras sociales para vencer los esfuerzos de los inescrupulosos y permitir a todos los hombres de buena voluntar obtener su legitima porción de felicidad temporal (n. 44). En palabras de uno de sus mayores teóricos, eran todas leyes y estructuras sociales designadas para permitir a todos los hombres vivir bien entre los malos.

La segunda muestra acerca de lo inadecuado de la mayoría de los tratamientos modernos del Distributismo se sigue de la primera. El supuesto que una reforma social real necesita el reclamo por más democracia –cuyo supuesto se basa en los intentos de contrastar el supuesto Distributismo liberal contra la más siniestra variedad autoritaria y latina bellociana—según se aprecia dentro de la historia del movimiento social católico. De esta forma la supuesta dicotomía entre los liberales genuinos (los amigos del pueblo) y los autoritarios (denodados como románticos, nostálgicos e inadaptados) se imagina que existe no sólo entre los distributistas buenos y malos sino entre los católicos sociales ilustrados y los reaccionarios que los persiguieron por casi cien años.

Tal concepción es tan simplista como antihistórica. Aquello que según muchos historiadores profesionales es historia real revela el grado de ignorancia o prejuicio ideológico (o ambos) que plaga este terreno de estudio. El obispo alemán von Ketteler (1811-1877), por ejemplo, es nombrado como un ejemplo de reformista ilustrado y democrático. Sin embargo, su odio contra el liberalismo era tan fiero como el de su contrapartida integrista francesa el cardenal Pie (1815-1880), y su compromiso con el corporativismo puro era tan fijo como el del autoritario y simpatizante de la Action Française, René de la Tour du Pin (1834-1924). ¡Estos mismos escritores citan incluso al gran ultramontano y reformador social inglés, el cardenal Manning (1808-1892), entre los liberales! Que falsas concepciones tales existan entre los escritores contemporáneos acerca del Distributismo es evidencia de una profunda falla para entender (1) la complejidad del movimiento social católico, (2) las sutiles diferencias entre las escuelas de reforma social católica, (3) los temas diversos y variados que confrontaron los reformadores sociales católicos en el siglo XIX, y –lo más importante—(4) la esencial oposición de todos los católicos ortodoxos, incluyendo los distributistas, no sólo con el modernismo teológico sino con su expresión social. Mucho de lo que los modernos escritores imaginan es perfectamente aceptable, en otras palabras, un liberalismo católico deseable, supuestamente abrazado por los distributistas buenos como el imaginario liberal democrático Chesterton, no es más que modernismo social. El mismo modernismo condenado por Gregorio XVI, Pío IX, León XIII, San Pío X, Benedicto XV y Pío XI, el último de los cuales escribió en la primera de sus encíclicas (la que muchos distributistas seguramente leyeron) que “existe una especie de modernismo moral, legal y social que Nos condenamos, no menos decisivamente que Nos condenamos el modernismo teológico”.

Como hemos notado, los llamados distributistas liberales son contrapuestos generalmente por los escritores modernos con sus menos deseables contrapartes fascistas, en un intento por demostrar la existencia de una supuesta corriente desabrida de pensamiento social católico que era tolerante con la violencia, la opresión y la coerción, en modos que vuelven a la mente reminiscencias de otros errores históricos como la España de la Inquisición y la Italia de los Estados Pontificios. Esta forma de acercarse a Belloc y sus colegas de mente latina, que se atrevieron a decir cosas no enteramente negativas de Italia y España a fines de los ’30, ilustra así un tercer aspecto del estudio antihistórico que la mayoría de los tratamientos modernos del Distributismo toma en forma característica. Su noción del fascismo es vaga, rara vez definida, y en mayor medida mítica. El fascismo, parecería, es algo que todos deberíamos reconocer como perverso, sin tener en cuenta lo que ello signifique. Es frecuentemente igualado con algo más, esto es, con la España de Franco o la política de Mussolini, pero ese algo más nunca es discutido sustancialmente. En última instancia simplemente lo que sea que con el fascismo se iguale resulta ser perverso. No es algo que los hombres racionales puedan analizar, discutir y de lo cual formarse opiniones variadas. Subyacente bajo este vago sentido del mal está implicada la noción de que el fascismo en realidad se refiere a cualquier cosa o cualquier persona que no acepta la ortodoxia reinante de lo políticamente correcto, que dicta la sumisión a nociones populares como la inevitabilidad de la democracia liberal de estilo británico o estadounidense; la indispensabilidad de un orden social saludable de libertades revolucionarias de prensa, opinión y adoración religiosa privada; la incuestionable deseabilidad del libre mercado irrestricto y el industrialismo rampante; y lo arcaico de nociones tales como la identidad nacional y cultural y la soberanía. Bajo esta concepción todos los católicos reales son necesariamente fascistas; Belloc, Chesterton y los distributistas lo serían ciertamente. Sin embargo, como una herramienta descriptiva histórica el término así utilizado es inútil.

Pero uno no debe asumir que un tratamiento riguroso de la relación entre los distributistas y el movimiento fascista histórico es imposible. Como Michael Derrick sostiene en su estudio acerca de Salazar, el fascismo fue en primer lugar algo italiano. Expandir el significado del término más allá del contexto italiano lo convierte en una mera herramienta de la crítica y la polémica vulgar, como lo hacen quienes igualan el apoyo a la España nacional con alguna clase de fascismo genérico. El comentario del profesor Hoffman, de que muchas discusiones tienen lugar sin que nadie se moleste en definir con precisión qué es lo que se está discutiendo, parece dirigido precisamente a la falta de precisión con la que la palabra fascismo es usada hoy día. Más allá de la confusión, sin embargo, Hoffman no encontró imposible definir el término, aunque sea de modo general. Los críticos modernos del supuesto lado oscuro del Distributismo ciertamente se beneficiarían exponiéndose a una explicación, la cual, si hemos de creerle, explica por qué muchos de los que se oponían a la modernidad –entre quienes obviamente incluimos a los distributistas—habrían simpatizado en general con el movimiento italiano de los ’20 y ’30. Eso es porque Hoffman dice que el fascismo era esencialmente una revuelta contra la filosofía atomista y mecánica del liberalismo; se oponía al concepto individualista de la sociedad; era nacionalista; y era un movimiento en defensa de valores espirituales... A pesar que no todas las personas necesariamente estarán de acuerdo con el profesor Hoffman, no está solo ciertamente en esta opinión. Una reciente recensión del nuevo libro del Dr. Robert Paxton, “La anatomía del fascismo”, revela que el autor, un profesor emérito de Ciencia Social en la Universidad de Columbia (y en ningún sentido simpatizante del fascismo), no lo ve como el repentino triunfo de los “hombres duros” sino como el resultado del sentimiento anti-modernista... Y el punto es confirmado por Nicholas Farrell, un periodista inglés de la corriente principal (y educado en Cambridge), en su nueva biografía de 533 páginas de Mussolini.

Lo que molesta acerca de los prejuicios levantados por quienes dicen simpatizar con el Distributismo, a la vez que marginan a Belloc y sus colegas por su trágico apoyo a Franco y su simpatía calificada de algunos aspectos del fascismo italiano, es algo esencialmente ideológico y en consecuencia de naturaleza antihistórica. Es un hecho que pensadores sociales serios como Belloc, Chesterton y sus colegas, que promovían una tercera vía más allá de los males del capitalismo empresario y el socialismo estatista, más allá de la plutocracia y la burocracia, reconocieron los intentos de varios movimientos políticos europeos (e incluso de gobiernos) en lugares tan variados como Austria, Italia, España, Portugal y cualquier otro lugar donde se trascendiera la dicotomía entre esos dos polos al menos como pasos en la dirección general correcta. Este hecho es ignorado, sin embargo, mientras la naturaleza desafortunada de la consideración de Belloc por Franco y Mussolini se lamenta y recuerda una y otra vez, no basándose en consideraciones de lo que realmente Belloc apoyaba u oponía, sino en lo que implica un rechazo de plano (que parece emocional e ideológico) de cualquier cosa que tristemente no se conforme con el molde democrático liberal. No importa que Douglas Hyde, un cazador de fascistas real y comunista inglés –que como editor de noticias de “The Daily Worker” fue asignado, a mediados de los ’40, a cubrir a los fascistas clandestinos detrás del “Weekly Review” (un sufrido diario distributista dirigido en ese entonces por Reginald Jebb y Hilary Pepler)—se vio tan horrorizado por los distributistas y su fe ¡que decidió, en 1948, hacerse católico y distributista!

En última instancia, este tipo de tratamiento desprolijo –que prefiere el panfleto políticamente correcto a los hechos inconvenientes—que realizan muchos escritores modernos frente al problema distributista-fascista, puede ser un resultado inevitable de su necesidad de ser neutrales (como mínimo) a la fe, mientras al mismo tiempo se cargan con un buen peso de equipaje ideológico modernista. Pero poco sirve para hacer historia intelectual útil o precisa.

En cuanto a la historia real, es conveniente recordar que nosotros los modernos hemos sido entrenados para retroceder con temor ante el sólo sonido de una palabra (como fascismo) que incluso no entendemos realmente. Un comunista ítalo-estadounidense famoso escribió, en su revelación autobiográfica de las actividades comunistas antes y durante la Guerra Civil Española, que “la máquina de propaganda [comunista] se apoyó en una corriente infinita de palabras, imágenes e historietas. Fue inyectada sobre las sensibilidades intelectuales, humanitarias, raciales y religiosas hasta que tuvo un asombroso éxito en condicionar a los Estados Unidos para que retroceda con temor frente a la palabra fascista incluso cuando la gente no supiera su significado.”

Uno podría haber esperado que los efectos en la memoria de tal propaganda hubiesen desaparecido. El hecho de que estén apareciendo lentamente, más de cincuenta años después, estudios más objetivos de la escena política europea previa a la Segunda Guerra Mundial es alentador. Lo que no es alentador es que los auto-designados estudiosos del movimiento distributista no parezcan estar expuestos a esta visión más equitativa del pasado a que algunos de los académicos reales y prestigiosos de hoy han arribado. Aquéllos en la izquierda que siempre han sido enemigos de la fe y su visión social continúan descalificando a los distributistas por su falta de alineación con la línea políticamente correcta. Mientras los llamados conservadores, quienes deberían apoyar la Tradición por la que Belloc, GKC y sus amigos lucharon, se la pasan pidiendo perdón por el fascismo penoso de los que dicen defender. Demasiado ocupados, de hecho, para presentar realmente, de manera persuasiva y coherente, el ideal comprensivo del mundo que los distributistas lucharon por mantener. Como resultado, el trabajo de muchos chestertonianos modernos termina siendo un simple ejercicio estéril para reconstruir el pasado (un pasado visto, por supuesto, a través de la lente ideológica contemporánea), y una vindicación de sólo aquellos cubos del programa distributista que pueden encajarse en los agujeros circulares del modernismo. Lo que debería ser su trabajo –el pasar con corazón, simpatía y hombría la antorcha que el Chesterbelloc luchó por mantener encendida—no lo es.

Por lo tanto, estamos encantados de tener la posibilidad de presentar a los modernos lectores, a través de la Serie de Perspectivas Distributistas, una muestra de los auténticos textos distributistas. Su disponibilidad, pensamos, marcará al menos el comienzo del proceso importante de enderezar los registros, permitiendo a aquéllos que estén inclinados a hacer una evaluación precisa, objetiva y honesta de la enseñanza del ideal distributista, como fue expresado por las voces puras y comprometidas de sus verdaderos expositores. Expositores que, a pesar de estar muertos, pueden hablar de nuevo, alto y claro. ¡Y cuán irónico es que permitir a esas voces ser escuchadas y su mensaje ser considerado es una práctica a la que Chesterton se refirió como la democracia de los muertos!

Existe sin embargo un propósito más allá, el de liberar la idea distributista del contexto en el que es frecuentemente presentado por el doble discurso con un programa oculto de los apologistas de la modernidad y los policías de la ortodoxia políticamente correcta. Perspectivas Distributistas no son simplemente aportes interesantes en la historia de las ideas. Son verdades especulativas y prácticas que responden a la necesidad que se siente hoy con una increíblemente mayor intensidad que cuando fueron publicadas en papel originalmente. Esa necesidad es la de una verdadera restauración y reconstrucción de todos los departamentos de la sociedad. Y fue y es la gloria del ideal distributista articular un marco para el trabajo de reconstrucción que, no importa que tan humilde comience, debe tender hacia la restauración de la Cristiandad si es que nuestro mundo debe sobrevivir. No hay terceros temas, como decía Belloc. Será la fe, y el ideal social que de ella fluye, o pereceremos. Recomendamos a nuestros lectores, entonces, esta Serie que en su totalidad no conforma la última palabra, sino simplemente la primera –y aún así una palabra vital—en el largo camino de vuelta hacia una verdadera sociedad católica.

(Traducido en Cruz y Fierro)

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