Chesterton, Más Allá de la Paradoja
José María Marco
Una vez el Times pidió a varios escritores que contestaran a una pregunta: "¿Qué está mal en el mundo?". Chesterton dijo: "Yo mismo". En 1910 ampliaría la respuesta. La convirtió en un libro compuesto de cinco partes y tres notas. Trataba diversos asuntos que preocupaban a sus contemporáneos, entre ellos el imperialismo, el feminismo, la educación y la distribución de la riqueza.
Ponía en escena a tres personajes más simbólicos que reales, o morales: Hudge, que encarna el Gran Gobierno (Chesterton no sabía todavía lo que se nos venía encima, aunque lo intuyó), Grudge (la Gran Empresa. No era liberalismo: era la desconfianza del conservador hacia el capitalismo) y Jones, el hombre corriente que quiere vivir una vida a su medida.
Tituló el volumen, como no podía ser menos, Lo que está mal en el mundo, y como tal acaba de ser publicado por Ciudadela, en una excelente traducción de Mónica Rubio.
En buena medida, Chesterton (1874-1936) es un Unamuno británico. Es menos histérico que nuestro energúmeno, pero los dos son igual de histriónicos, y sobre todo egotistas, como si el mundo entero dependiera de sus respectivas personas. Requieren del lector un ejercicio de simpatía intensamente activa. Y ambos tienden a identificar el ejercicio de la libertad con la paradoja, a veces convertida en una suerte de tabla de gimnasia sembrada de volteretas y aparentes contradicciones. No siempre es una cuestión mecánica, pero a veces lo parece.
Lo que está mal en el mundo es, en este aspecto, uno de los libros más exigentes de Chesterton.
Buena parte de los asuntos y las referencias sobre las que se construye la argumentación nos caen ya un poco lejos. Puede que fuera lógico que Chesterton escogiera discutir, a principios del siglo pasado, la pertinencia del sufragio femenino. A estas alturas, aceptar que el tema tiene algún tipo de relevancia requiere mucha buena voluntad.
Otro tanto ocurre con las ideas económicas –por así llamarlas– aquí sugeridas. Bien es verdad que hace no mucho tiempo volvieron a suscitar algún debate en el marco de la Doctrina Social de la Iglesia Católica, en la que Chesterton acabó ingresando en 1922. Como su amigo Hilaire Belloc, excelente historiador de la Revolución Francesa, Chesterton aspiraba a descubrir una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo, algo que llamaron "distributismo". La doctrina vale lo que vale, es decir, no mucho.
El arte de la paradoja está llevado, por otra parte, a su extremo límite. Una de las frases más citadas de Chesterton procede justamente de este libro. "Si una cosa merece ser hecha, merece ser mal hecha". Obviamente, está escrita para dejar confundido al lector. Probablemente Chesterton podía haber explicado lo que quería decir sin necesidad de interponer entre el lector y su idea tal obstáculo. Pero entonces, obviamente, dejaría de ser quien es.
En otras palabras, Lo que está mal en el mundo es, en primer lugar, un libro para conocedores de su autor, para lectores que aprecian su sentido del humor y saben entrever a través de sus meandros y recovecos el fondo de lo que quiere decir. Para los demás requerirá un esfuerzo. Y ya es hora de decirles que, a poco que se pongan a ello, el trabajo resultará gratificante. Y es que Chesterton, en realidad, retuerce la expresión y el gesto para decir cosas sumamente sencillas.
"Si una cosa merece ser hecha, merece ser mal hecha" viene a ser un elogio, nunca mejor bienvenido que en la actualidad, del necesario amateurismo de quien se niega a encerrarse en la extrema especialidad a la que parece conducir sin remedio la vida contemporánea. Un elogio del hombre en su completa dimensión, y reconciliado con su propia naturaleza, que Hudge y Grudge ("rencor", "tacañería") se empeñan en negar y al cabo destruir. Chesterton nos invita, así, a descubrir el Jones que todos llevamos dentro.
Más allá de eso, es un elogio de la mujer en su sentido total: como ser que ha de enseñar a su hijo el universo entero, moral, buenas costumbres, higiene, respeto, cariño, lealtad y otras muchas cosas menos nobles y más prosaicas, por lo menos en apariencia.
Así se llega a la polémica sobre las sufragistas. El voto de las mujeres viene a ser, en esta perspectiva, una desnaturalización de la mujer. La saca de su universo, que es el de lo privado, para introducirla en lo que siempre –y por naturaleza– ha sido de los hombres, es decir lo público. Chesterton describe el feminismo no como una victoria, sino como una rendición de las mujeres al dictado de lo masculino. De pronto Chesterton, en un asunto que parecía zanjado hace muchos años, está muy próximo a lo que postulan muchos movimientos postfeministas de actualidad rabiosa.
El mismo camino hay que recorrer con los demás asuntos.
La crítica de la democracia acaba siendo una pregunta radical acerca de si estamos de verdad dispuestos a asumir la responsabilidad de los actos de los que participamos cuando aceptamos el principio de participación.
El elogio del hogar, pequeño y limitado como debe ser, hecho a la imagen y a la dimensión del hombre, acaba convertido en un canto a la libertad individual. La educación, concebida como la incorporación de la máxima sencillez –la cercanía a Dios– al ser humano, se conjuga en un requerimiento práctico: no dejar que los burócratas estatistas arrebaten los niños a sus familias.
Así que, si se tiene curiosidad, la lectura de Lo que está mal en el mundo acaba proponiéndonos algunas preguntas radicales acerca de nosotros mismos y nuestra situación en el mundo. Un mundo que no ha cambiado tanto como parece desde hace un siglo. Al final, la apuesta conservadora de Chesterton resulta sumamente juiciosa, incluso ponderada.
Habrá quien diga que Chesterton podía dar más facilidades. Quizás no había otra forma de llegar tan lejos en el descubrimiento de lo que está más allá de las apariencias.
(Por cierto, que otra de las obras maestras de Chesterton, una que nos toca de muy cerca de los españoles, su poema Lepanto, fue publicado hace relativamente poco tiempo por la editorial Renacimiento).
G. K. Chesterton: Lo que está mal en el mundo. Ciudadela, 2006; 206 páginas.